4/5/09

Coco

Con mis tíos Coco y Marta, el día de su casamiento

Él fue quien me regaló a los ocho años un libro que encendió definitivamente mi pasión por las artes plásticas y por el autodidactismo. El libro - que aún conservo- se llama "Dibujo de Arte sin Maestro"

Él fue el primero en poner en mis manos a los nueve años una máquina fotográfica, y a partir de allí, surgió mi pasión por la fotografía. Era una espectacular Yashica con forma de prisma rectangular, con el visor en la parte superior, y fotogramas de 6 x 6.

Él conservó de su padre, y luego nos transmitió a todos, la impronta sobre una forma especial de hacer y tomar el café. Ese estilo, llamado "Papi José", nos distingue, identifica y se ha convertido en una tradición familiar plena de afectos y gratos recuerdos.


Él, como todo ser humano, y fruto de la educación que recibió de sus padres, con aciertos y errores, también cometió errores y tuvo muchos aciertos.
En mi caso, el sentimiento que le provocaba yo, un niño huérfano de padre, redobló en él y sus hermanos Cacho y Luis sus cuidados para conmigo, por lo que en ese sentido, fui un privilegiado. Sólo disfruté de sus aciertos, de su amor a raudales, antes y después de "conocer" a mi padre definitivo, el que me crió y educó, Carlos Lecuna.

Él, su esposa Marta y su suegra Ester, me ayudaron en épocas de vacas flacas. Durante mis años de estudiante universitario, religiosamente me llegaba cada quince días un canasto de mimbre con alimentos para mi alacena que ellos me mandaban de su negocio de comidas. El envío lo completaban mis padres y hermana con ropa limpia, y cartas que menguaban la melancolía de estar lejos de ellos.


Él, con una entereza y determinación envidiables, sabiendo que la cuenta regresiva se había iniciado inexorablemente, vino hace algunos meses a despedirse de su hermana Chichita (mi madre), de su hijo Ricardo, de su nuera Inés, de sus nietos, de mí, y de sus amigos de su querida Mar del Plata.

Él, mi tío preferido, el tío Coco, ahora descansa en paz, después de haber luchado años contra el silent killer , el mismo asesino silencioso contra el que estoy enfrentado desde hace dos años.
Y no pienso bajar los brazos.

Seguiré luchando contra el cáncer de colon sin que se me borre la sonrisa, apoyado por la ciencia médica y por mis afectos, que afortunadamente no son pocos, y que me dan la energía y buena onda que necesito para esta guerra sin cuartel, para cada batalla, tratando también de ayudar a quienes tienen la misma enfermedad u otros tipos de cáncer, y también a sus familiares, insistiendo en el poder de la fe (en la ciencia, en la naturaleza, en la religión los que son creyentes), y pidiéndole, sugiriéndole, rogándole a todos para que le insistan a todos sus allegados para que se hagan una vídeo colonoscopía a partir de los cuarenta años, pues es la mejor manera de evitar este tipo de cáncer.


Su última voluntad (el vivía en Montreal, Canada), fue que sus cenizas estuvieran junto a sus padres. Y así lo harán sus deudos en pocos días más.


Yo me quedo con esa extraña sensación de estar vacío y pleno a la vez.


Vacío porque ya no están más el tío Coco, sus cabronadas, sus chistes, sus arrebatos, sus jodas, su exquisito café, las maravillosas vacaciones que pasé con él y su familia en El Maitén, sus enseñanzas, su amor por la música clásica y el folklore nacional, acrecentado por vivir tan lejos de la tierra de uno.

Pleno, porque otra hubiera sido mi vida sin la bienhechora influencia del tío Coco, que brindándome su afecto de padre postizo, y simplemente prestándome su Yashica y regalándome el libro adecuado, me abrió definitivamente las puertas de la autoeducación, del amor por las artes (la fotografía, el dibujo, la pintura, el grabado, la escultura), y por la cultura en general, que según Freud, es lo único que puede mitigar en parte, el instinto de autodestruccción inherente a la especie humana.


Mi tío Héctor Horacio Rojas (Coco)


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